lunes, 28 de noviembre de 2011

¿ES POSIBLE ENTENDER EL “CANTAR DE MÍO CID” A LA LUZ DE LA VIOLENCIA DE GÉNERO?


(Poblet)

Y la evidente respuesta es que sí, que sí es posible, pero hay que saber abordarlo docente y decentemente; y además es posible sin alterar los textos clásicos.
El enorme problema que padecen muchas mujeres desde hace siglos (¿desde siempre?) no radica únicamente en ser las permanentes víctimas de tal violencia, que hemos de definir como brutal, sórdida y soterrada, sino en que, además, dichas mujeres ni siquiera poseen capacidad de reacción o ―siquiera― lenguaje para poder oponer algo a su constante represión, a su represor. En un mundo que es patriarcal y masculino imaginar siquiera algún medio de oposición a tal represión es tan absurdo o, si se quiere, tan complejo o ―quizás― utópico, como tener que explicarle a un pez lo que es el océano, sencillamente porque actores y víctimas están dentro (forman parte) de un sistema social tan asentado e indiscutido que cualquier vacilación, cualquier duda, cualquier cuestionamiento de tal realidad podría desatar inmediatamente la brutalidad y la violencia, cuando no el miedo y el sometimiento.
El que los pueblos se hayan rebelado contra la tiranía mediante procesos revolucionarios, más o menos organizados, resulta más sencillo de concebir que el que las mujeres puedan siquiera tratar de evitar su aplastamiento y asfixia por mor de una condición social humillante que les ha venido siempre impuesta, como si se tratara de su propia piel, y sin explicación alguna (si ello permitiera alguna explicación). Pero es que, además, cuando tales procesos revolucionarios han conseguido tener éxito, han logrado subsistir, muchos de ellos ni siquiera se han llegado a plantear la existencia de una constante represión hacia las mujeres, aún más profunda que la desatada por las condiciones dictatoriales, oligárquicas o, sencillamente, represivas contra las que se alzaron. Es decir ―dicho sea deliberadamente con alguna crudeza, a modo de nueva aproximación literaria―, tomando prestada la creación de Lope de Vega (autor hoy tan cinematográficamente de moda), la rebelión mostrada por el pueblo de Fuenteovejuna ―dejando aparte tanto y tan tonto honor masculino que siempre subyace en estos casos― consigue Justicia Real ante la injusticia del Comendador, pero cuando ello concluye, la posición y vida de Laurencia, que incluso ha tenido el atrevimiento de querer participar en el “consejo de hombres”, en poco o nada mejoran, ni siquiera ante su propio marido. De esa forma, lo que es propiamente revolucionario al provocar ―por unas causas u otras a cual más complejas― el levantamiento de un pueblo ante el injusto derecho de pernada, tiene éxito, si se quiere un tanto amargo, pero no va más allá de ese éxito: es decir, no reforma ni un ápice la posterior posición social de una mujer violada y destrozada. Y lo relevante de todo esto no es únicamente constatar que incluso durante los procesos revolucionarios en los que participan plenamente las mujeres se ignoran después todos sus derechos y se persiste en mantener el statu quo sin revisar el papel de la mujer, sino que los propios participantes en el drama ni siquiera tienen conocimiento o conciencia de que ciertas cosas tendrían que haber cambiado ya, aunque sólo sea por la ayuda y participación de las propias mujeres en el propio proceso de la abolición de las injusticias. Sin embargo, tal conciencia no resulta imaginable en la mente humana masculina y patriarcal predominante, sencillamente porque se trata de algo que no existe y que condena a Laurencia, de la mano del refranero popular ―y, de paso, desde la postura transmitida por Teresa Cascajo, señora de Panza [1]―, a vivir en su casa y con la pata quebrada, incluso después de la Revolución Francesa, lugar en el que, al margen del sometimiento, podrá surgir, siempre que sea preciso, la violencia contra ella, acción que quedará sellada, silenciada y constantemente consentida en tal ámbito privado del hogar.
Si pretendemos afrontar el fenómeno de la violencia de género como docentes y buscar la formación de los alumnos a través de la lectura y de la literatura, muchas veces podemos equivocar el concepto, cuando no equivoquemos además el texto literario elegido. Uno de los problemas fundamentales es que gran parte de la literatura que se utiliza con los alumnos no sólo no afronta la violencia contra las mujeres, no sólo muestra situaciones de cruda violencia contra mujeres que eran normalmente aceptadas en cualquier época y sin vergüenza alguna, sino que ―lo cual es significativamente peor― la mujer, en sí misma o en la violación de sus derechos, es algo absolutamente ignorado y silenciado. Es decir, resulta aún más violento el silencio cómplice sobre la existencia real de la vida de las mujeres a través de los siglos, ese velo tupido que oculta durante miles de años su realidad y mantiene que las cosas habrían siempre de ser así, que el conjunto de las propias acciones violentas contra las mujeres que encontramos en los mismos textos. Habremos de tener todo ello muy en cuenta.   
Si pensamos en literatura medieval es posible que una primera idea para acercar el estudio de la violencia de género al aula nos venga servida desde el propio Cantar del Mío Cid, especialmente desde el Cantar Tercero, que es donde se narra «La afrenta de Corpes». Si alguien se ha tomado la molestia de que una tercera parte de su narrar venga referido a un hecho violento concreto habrá de ser porque pretendía dar importancia a ese hecho o a algo en relación al mismo.
El poema de Mío Cid no es precisamente una muestra ideal para hablar de mujeres, precisamente por lo que venimos diciendo: se las ignora aún más que al mobiliario de una casa descrito en una escena. De hecho, de manera significativa no aparecen más de cuatro en la narración, la propia esposa del Cid, Doña Jimena, sus dos hijas Doña Elvira y Doña Sol y una niña desconocida que, con tan sólo nueve años, advierte al Cid en el inicio de su destierro y al pasar por Burgos de que el rey Alfonso ha ordenado por carta que nadie le dé acogida, so pena de perder las propiedades, sacarle los ojos y ser excomulgado. Existe al menos otra versión de nombre femenino muy próxima a la de la niña de nueve años, cuando el Cid, que se prepara para el destierro, manda buscar a “Raquel y Vidas” . Aunque existen interpretaciones de si se tratare de una o dos personas, no parece caber duda de que sean hombres, concretamente prestamistas judíos que dejan una importante suma de dinero al Cid para poder partir tranquilo y asumir sus gastos.
Partiendo de estas pautas, el objeto del educador no ha de ser sugerir que se aleje a los jóvenes de la lectura de textos clásicos consagrados ―o de textos modernos aún más consagrados―, en la medida en que en tales textos se muestren aspectos de la violencia de género. Ni siquiera llegamos a imaginar que haya de condicionarse a los jóvenes o haya de prevenírseles ante tales textos, bien porque contengan expresas escenas de violencia contra las mujeres, bien porque alaben tal violencia o sostengan la validez de determinados comportamientos sexistas o machistas, bien porque adoctrinen en contra del respeto a la mujer o bien porque, sencillamente, la ignoren generando un desprecio idéntico. La conocida obra Arcipreste de Talavera, Corbacho, o Reprobación del amor mundano” de Alfonso Martínez de Toledo, por poner un ejemplo bien apropiado de lo que aquí entendemos que sirvió en su época para denigrar a las mujeres, ha de ser de recomendada lectura en la docencia, si así se estima, precisamente por el efecto contrario que provoca: es decir, son tan grotescas algunas de las referencias que aparecen en dicha obra en contra de las mujeres, que su lectura, amén del carácter anecdótico, sirve por sí misma para que los jóvenes se alejen de ese tipo de conductas y normas misóginas que ahí se refieren.
Ahora bien, lo que debe preocupar a un buen educador, por el contrario, es que la reflexión y construcción del criterio de cada alumno ignore lo que está oculto o dé por hecho que determinadas conductas son normales y, por lo tanto, aceptables, por el mero hecho de que hoy se sigan reproduciendo en sus propios ambientes, en sus vidas. Lo que debe despertar la reflexión de los alumnos es sacar a la luz lo que parecía tan obvio, como no cuestionado, precisamente porque es ahí donde radica el barniz sutil, la costra que recubre los comportamientos de violencia, la tan repetida violencia simbólica de Pierre Bourdieu.
Visto lo anterior, como lo que tratamos de ver es el elemento de “género”, como integrador del concepto de violencia, haciéndolo a través de la enseñanza literaria, de la lectura, comprensión, expresión y asimilación de la literatura por los jóvenes como vehículo de aprendizaje de determinadas conductas, particularmente las que fomenten la igualdad entre hombres y mujeres, regresemos a Corpes, aunque sólo sea para comprender que la afrenta, en sí misma, no sirve bien para comprender tal elemento de género, aunque sí sirven a ello, precisamente, algunas de las cosas que se ocultan en el texto u otras que, por obvias, quedan también oscurecidas.
La historia es bien fácil de exponer, si bien, sea cual sea la transcripción del texto que se entregue a los alumnos para la correspondiente reflexión literaria, en la exposición o explicación que el docente pudiera proporcionar para abordar tal texto, se requeriría de una cierta dosis de racionalidad destinada a una aproximación más actual, tratando de ver con ojos de hoy los sucesos tenidos por literariamente históricos en la construcción del poema
A fin de comprender lo que queremos decir, he aquí un ejemplo de cómo conviene aproximarse al análisis de un texto desde una posición más actual, a fin de concluir sobre el mismo cuestiones que hoy serían más reales y que proporcionarían una visión más práctica de los acontecimientos narrados y más útil al fin didáctico buscado tras recomendar su lectura.
De todos es sabido el episodio que se narra en el Evangelio de Juan (Juan 2.1-12) conocido como el milagro de las Bodas de Caná, mediante el cual Jesucristo inició su denominada vida pública. Sin embargo, lo que no parece tan conocido es el efecto que tal acción milagrosa pudo tener en el final de su autor, en su muerte y, de paso, en toda la influencia de la llamada civilización cristiano-occidental. Con independencia de la sorpresa y racanería que supone comprender la existencia de una boda en la que se acaba el vino (¿cómo puede alguien ser tan cicatero que no tiene en cuenta las reservas de vino en una boda?), el hecho final de la muerte del Cristo mediante crucifixión, más que una consecuencia de su ideología y postura política, en rebelión abierta contra el poder romano, es una venganza por haberse reído de la cicatería y estupidez de la religión judía de su tiempo. Que no haya vino en una boda es una cosa, pero que en una región desértica y pobre se acabe el vino y existan seis tinajas de cien litros cada una que contuvieran agua “para las purificaciones” rituales en tal región desértica y que Jesucristo transforme el agua, sujeta a rancia religión, en vino, que es tanto como convertir los elementos litúrgicos de una religión anquilosada en una fiesta, parece algo que, a los ojos de un judío fanático, resultaría inadmisible e insoportable. Por ello, lo que ha de analizarse sugerentemente en el ejemplo es la causa de la muerte de alguien tras haber convertido en juerga y cachondeo (vino) un agua destinada a rituales vacíos en mitad de un desierto en el que la sed mata.
La misma técnica ha de utilizarse cuando uno se adentra en el robledal de Corpes.
Ello ha de servir para conocer los matices que servirían a los alumnos a fin de descubrir, denunciar, conocer o analizar ciertas conductas insertas en el fenómeno de la violencia de género. Esta es una de las aproximaciones reflexivas que habremos de sugerir a los alumnos para poder hacerles pensar y reflexionar con eficacia práctica sobre lo que queremos enseñarles y sobre lo que queremos, fundamentalmente, que ellos mismos descubran, aparte de lo que ya reciban por la vía del currículum oculto.
El Cid, que no es realmente un caballero de la nobleza y cuya condición mercenaria parece obvia, que ha partido hace tiempo desterrado, considera que la nueva de la toma de Valencia (igual que anteriormente hizo con la toma de Alcocer y su resistencia en tal plaza) es algo que bien puede ser conocido por el rey Alfonso para perdonarle, al cual envía más regalos con la expresa petición de que libere y permita ir hasta Valencia a su esposa Doña Jimena y a sus hijas, Doña Elvira y Doña Sol, hasta entonces recluidas en el convento de San Pedro de Cardeña en Burgos, por lo que manda de nuevo a uno de sus hombres (Minaya Alvar Fáñez) a Castilla, también con un importante regalo en dinero para el convento y abad que guardan y protegen a tales damas. Vistas las supuestas riquezas que acumula el Cid, los Infantes de Carrión, Don Diego y Don Fernando, proponen al rey su unión en matrimonio con las hijas del Cid. Siendo ellos condes de ciudad aforada, ante un Cid de aldea de Vivar, le conferirán a éste más prestigio y nobleza (sin perjuicio del fuerte patrimonio que tales Infantes esperan percibir con esta operación matrimonial). El rey acepta la propuesta de boda, establece las vistas con el Cid y los suyos, a fin de perdonarle y, pese a que éste siente desconfianza de los pretendientes, acepta el mandamiento real. Luego, celebrados los esponsales y desposorio, con los Infantes ya en Valencia, se producen algunas escaramuzas y combates en los que tales Infantes, pese a presumir de valentía, se atribuyen falsamente hechos heroicos de guerra en los que su participación no fue tal [2], hechos que son criticados y denunciados por algunos significados hombres del Cid. Ello, unido al episodio de un león que escapa de su jaula mientras el Cid duerme y pone en jaque a los Infantes, que huyen de forma vergonzosa al ver al león, parece calificar el proceder de ambos Infantes como de gran cobardía, molestos por su humillación. Además, ambos Condes de Carrión mantienen privadamente que su condición y nobleza no encaja bien con la condición plebeya del Cid y de sus hijas. Deciden emprender viaje de vuelta a Carrión, mientras maquinan su venganza. Llegados al término de Corpes (hoy en Guadalajara), en un robledal, tras pasar la noche en un lugar idílico, los Infantes consiguen al amanecer quedar a solas con sus esposas, tras ordenar avanzar al resto de su comitiva. Entonces, tras desnudar a Doña Elvira y Doña Sol, a las que dejan solo en camisa, las golpean y azotan con las cinchas de las monturas de los caballos e incluso les clavan las espuelas que llevan puestas con sus armaduras, hiriéndolas y humillándolas intensamente, hasta el punto de que Doña Sol les pide que las mate, acabando así con su sufrimiento, usando para ello las espadas que el Cid había regalado a los Infantes, la Colada, tomada al Conde Barcelona, y la Tizón (Tizona). Enterado el Cid de tal afrenta, acude al rey para que haga justicia.
Parece evidente que lo que llama la atención sobre la violencia de género sea la propia violencia física ejercida tan brutalmente contra dos mujeres, hasta darlas por muertas, por quienes son sus maridos. Los componentes son los propios de un resultado por agresión de género, pero la violencia no radica precisamente ahí, sino en todo aquello que no se ve y que, por obvio, está oculto. Por ello, al enfocar este componente del concepto de la violencia, lo que docentemente habría de remarcarse o habría de permitirnos reflexionar, sería la existencia de elementos muy distintos a los de la propia violencia física, sin dejar de tener en cuenta la importancia de la misma. Veámoslo brevemente:
Ø     Los protagonistas del Cantar son siempre hombres y son sólo ellos los que consiguen el honor y el éxito. Las mujeres, dentro de las ya nombradas, sólo ostentan un papel meramente nominal.
Ø     La estructura del poema requiere que el Cid tenga mujer e hijas, entre otras cosas porque una de sus tres partes esenciales, la tercera, refiere la afrenta de Corpes antes resumida.
Ø     Lo que aquí parece ponerse en juego, para vergüenza de cualquier doctrina sobre la igualdad, es el honor del Cid, no el de sus hijas, y el tratamiento de tal reparación de honor es tan desconsiderado con las mujeres, como miserable y salvaje es la agresión que estas sufren y de cuya sanidad casi no se habla, porque queda en sufrimiento oculto. Tampoco se habla de si el escarnio implicara una violación o agresión sexual.
Ø     El debate asimismo se asienta entre el deseo de los Infantes de conseguir dinero fácil y su desprecio ante la cuna del Cid, por considerarse ambos de gran nobleza condal ante un plebeyo. Es la humillación que sienten al ser tildados de cobardes lo que los anima a su venganza, pero el hecho de hacerlo contra sus mujeres, contra la parte más débil indefensa y sometida (con alevosía, prevaliéndose de su condición afectiva, sin testigos y en descampado, como diríamos en el ámbito del derecho penal), no parece tener igual peso en la importancia de los acontecimientos narrados en el poema.
Ø     Las dos hijas del Cid ―y esto es lo realmente grave― no son más que instrumentos, simples mercaderías o elementos de intercambio económico usados a los fines personales de hombres como su padre, el rey (tan hombre como los demás a los efectos de caracterizar la violencia de género) o los Infantes de Carrión. Es más, ni se solicita su permiso para tal boda, decidida prácticamente por el rey Alfonso, ni su opinión. El Cid recela de los pretendientes, pero tampoco consulta a sus hijas.
Ø     Lo primero que se restablece al hablar del honor mancillado, al pedir el Cid tal reparación al rey tras la grave ofensa y agresión de Corpes, es la exigencia del Cid de que le sean devueltas sus dos espadas (Colada y Tizón) que regaló a los Infantes, petición que poco atiende al honor, daño, escarnio y humillación de las dos mujeres. Después se produce todo un conjunto de bravuconerías que serán saldadas mediante sucesivos combates entre caballeros que representan el honor mancillado del Cid y cuando ya no nos acordamos ni de las hijas golpeadas ni de la violencia en ellas mismas ejercida, entre otras cosas porque el autor del Cantar dice “Dexemosnos de pleitos de infantes de Carrion”, aparecen dos nuevos caballeros con los que casar por segunda vez a dichas hijas, a fin de convertirlas esta vez en “reinas”, nuevamente sin contar con ellas, bodas o casamientos de las que el autor anónimo del poema dice: “Los primeros fueron grandes mas aquestos son mejores”       
Como muy bien dice María Jesús Ruiz [3]:
«[…] La violencia de género, como ocurrencia familiar cotidiana, está presente desde siempre en las narraciones tradicionales. Se ejerce sobre las mujeres que alteran la norma patrimonial, una norma no escrita, pero aceptada por el colectivo, y recogida a la postre en textos legales. Lo que, en definitiva, documenta el romancero tradicional de asunto familiar son los términos concretos en los que se ha desenvuelto una “cultura del honor” hondamente arraigada en nuestra memoria histórica, y en evidente conflicto con principios esenciales de la liberación de la mujer, a saber: la incorporación a la vida pública, el derecho a la formación intelectual y la desobediencia al patriarcado.»
El problema radica en que esa denominada “cultura del honor” es masculina y forma parte integrante de ese sistema simbólico tan calderoniano que ha permitido perpetuar la violencia de género y el desprecio y reclusión de la mujer.


Como fácilmente se puede comprobar, el Poema del Mío Cid es absolutamente comprensible a la luz de la violencia de género, pero hay que saber usarlo, mostrarlo, enseñarlo en suma. Por ello hay que saber de antemano que al abordar la violencia de género nos vamos a encontrar muchas veces con situaciones similares en las que los alumnos no serán capaces de descubrir o de discernir qué es realmente lo que subyace en una situación literaria, al igual que no distinguen situaciones de profunda desigualdad en su vida social. Con la literatura se debería poder motivar a los niños y a los adultos ―porque no ha de descartarse esa tan necesaria y merecida enseñanza y formación de adultos―, aun cuando haya de acudirse muchas veces a églogas, “Celestinas” o Cantares de Gesta. Sin embargo, para entender “Peter Pan” hay que saber cómo fueron muriendo espantosamente los hijos adoptados por James Mathew Barrie, que le servían de inspiración. Para poder sobrevivir algunas veces a los relatos de Arturo Pérez Reverte, en los que la condición de la mujer es normalmente próxima a la prostitución, hay que subir sobre los hombros de Stevenson (no hay mujeres en “La Isla del Tesoro”, salvo la hospedera madre viuda de Jim Hawkins). Y para poder saber por qué Emilio Salgari decidió cortarse el cuello, hay que recitar en voz alta a Rimbaud y “Los poetas de siete años”.
Todo tiene un sentido si se sabe orientar bien en las cabezas de los educandos, pero para ello, siempre es necesario conocer otra manera de contar las cosas y, sobre todo, saber cuál es el alcance del problema si se saben organizar bien los ejemplos literarios y si se quiere enseñar.
Dejo otro ejemplo:
« […] Si conocieras el lago Van, tal y como yo me lo imagino. Rodeado de montañas nevadas. Cuando la noche cae sobre sus aguas, en sus orillas desiertas aparecen fugaces amazonas sobre caballos alados. Efebos de ojos negros y piel clara lavan ropa en sus riberas. Todo es como sus aguas, que no se pueden beber. Solo se pueden disfrutar con la mirada.»
Al transcribir el párrafo anterior he manipulado deliberadamente un par de líneas, las que aparecen en cursiva. El original del texto es el que, a continuación, transcribo, citando más extensamente y resaltando las mismas líneas aludidas en negrita cursiva:
« […] Si conocieras el lago Van, tal y como yo me lo imagino. Rodeado de montañas nevadas. Cuando la noche cae sobre sus aguas, en sus orillas desiertas aparecen fugaces jinetes sobre caballos alados. Doncellas de ojos negros y piel clara lavan ropa en sus riberas. Todo es como sus aguas, que no se pueden beber. Solo se pueden disfrutar con la mirada. Un viento cuyo nombre desconozco levanta pequeñas olas que refulgen en la orilla a la caída de la noche. Cuando gritan las gaviotas del lago Van, las mujeres paren varones; las yeguas potros; y las vacas terneros. Las personas solo mueren cuando las aguas del lago Van se calman. »[4]
Si buscáramos deliberadamente que los alumnos se reafirmaran en un pretendido aprendizaje de la igualdad o en la simple comprensión del fenómeno de la violencia de género y quisiéramos para ello utilizar el presente ejemplo, la propuesta didáctica que podríamos hacerles comenzaría por la lectura en voz alta del texto en su versión manipulada, a fin de tratar de comprobar si algo les sonara extraño en ese párrafo. Seguramente no notarían nada extraño. No obstante, posiblemente el efecto que produjera en las alumnas sería muy distinto del que produjera en los alumnos. Sin embargo, lo que nos interesa resaltar en este caso sería aún más importante:
Ø     ¿Notarían algo al leer el texto?
Ø     ¿Acertarían a imaginar realmente que lo que apareciera en las orillas del lago Van fueran “fugaces amazonas [5] sobre caballos alados” y que en sus riberas “efebos de ojos negros y piel clara” lavaran la ropa?
Ø     ¿Por qué mientras los hombres disfrutan de sus caballos alados, el supuesto placer de las mujeres se ha de basar en lavar la ropa?
Ø     ¿Por qué los jinetes son, simplemente, fugaces, mientras las lavanderas han de ser doncellas, deben tener ojos negros y la piel clara?   
Ø     Y ya, en el texto original extenso, ¿sería factible imaginar que hombres, caballos y toros realmente pudieran parir o que lo hicieran por virtud de los chillidos de unas descaradas gaviotas y que, entonces, sólo nacieran descendientes del sexo femenino?
Tales planteamientos bien pueden ser el arranque de lo que consideramos un serio problema, que es el que usted debería afrontar y abordar, en lugar de negar la literatura:
v    ¿Favorece la literatura que abordan nuestros alumnos en su proceso formativo la desigualdad y la violencia de género o, pese a mostrar los aspectos más oscuros de este problema, puede y debe servirnos para educarles en la igualdad?
v    En todo caso, ¿cuál es la causa de que se produzcan referencias como las del texto mostrado y qué hemos de hacer para conseguir una enseñanza válida y respetuosa, incluso a partir de textos nefandos en los que la mujer es maltratada, vejada, desvalorizada o, incluso, asesinada?
v    ¿Son quizá los autores, los escritores, los causantes de seguir transmitiendo la concepción machista del patriarcado o se limitan a ser meros espejos de la realidad, aposentados en una asepsia perpetua y no comprometida?
En el presente ejemplo literario dispuesto para introducir esta reflexión actual, el autor del texto no parece ser el origen de que se produzca tal situación, no suele ser el causante de la desigualdad; ni siquiera suele ser el que interese un cierto proselitismo de una marcada misoginia. De serlo, el fenómeno nos abriría la posibilidad de otros debates, desde plantearnos por qué la bruja de Blancanieves ―y en general todas las brujas― es una mujer mala, mientras la propia Blancanieves es buena; o por qué los personajes femeninos de la serie del capitán Alatriste de Pérez Reverte son casi todos mujeres de vida alegre; o si Fernando de Rojas era consciente en su Tragicomedia del lugar en que dejaba a las mujeres, a las “brujas”, como Celestina, o a las pobres destinadas a la prostitución como Elicia y Areusa, no mediando algún San Nicolás. Quizá deberíamos plantearnos incluso la ideología de las personas, de los autores. ¿Deberíamos leer los poemas de un autor si no comulgamos con sus creencias ideológicas o las obras de quien, escribiendo de una forma, tuviera un comportamiento despótico con su esposa en la intimidad?
Sait Faik «Abasïyanïk» (23 de noviembre de 1906─11 de mayo de 1954), autor del texto citado, muere relativamente joven, de una cirrosis hepática, tras una vida que podríamos considerar algo más que bohemia. Nunca ocultó su condición homosexual, abordándola abierta y directamente en sus obras, como tampoco dejó nunca de tomar partido por los excluidos, haciendo uso siempre en sus relatos de una gran ternura, como cuando refiere sus preocupaciones por la grave explotación encarnada en el trabajo infantil, la denuncia de las condiciones de vida y trabajo del mundo obrero en la sencilla descripción de la vida de un maestro artesano o en la de un peón de la construcción. Sus propios críticos, cuando hablan de sus personajes, se refieren a él diciendo: «Como el propio Sait Faik, son vagos, disidentes, gente que no ha decidido ser alguien». Y de eso se trata en principio, ya que, prácticamente, el protagonismo de sus obras se lo llevan personajes masculinos, gente corriente que no desea avasallar, pues tal parece que para poder afrontar la condición masculina haya que “decidir ser alguien”, haya que atreverse o haya que estar todo el día demostrando tal masculinidad, que es tanto como arrollar toda feminidad. Tales retazos de la vida del autor, cuando se contrastan con su texto, permiten alejarle de una cierta sospecha.
Tampoco tendríamos necesidad de sospechar del relato en el que tal texto se encuentra, titulado «No sé por qué actúo así». En él, el autor, que nunca desdeña introducir en el texto sus propias experiencias personales, apareciendo como un protagonista más de tal texto, describe sus observaciones sobre el personaje imaginario de un viejo avaro y miserable al que durante el transcurso de los días empieza a observar en un café: se establece así una perfecta relación entre el personaje del autor (parcial o supuestamente real) y el personaje del viejo (absolutamente ficticio). Al principio, las observaciones se producen a causa de una sucesión de meras coincidencias; luego, sin pudor alguno, el personaje del autor entrecruza su vida con la del anciano personaje de ficción, su propia creación literaria, desencadenando un comportamiento cruel ante éste mediante el juego que proporcionan esos pequeños roces que nuestro diario deambular nos ofrece [6]. El desenlace del relato arroja un desencuentro profundo entre el autor (el personaje del autor) y su propia criatura (el personaje del anciano) y fruto de ese desencuentro es la disertación del autor sobre el escaso conocimiento del anciano al referirse a su tierra natal, para lo cual recurre al texto comentado evocando poéticamente el lago Van.
Entonces ―nos preguntamos―, ¿a qué obedece que autor y texto, tan poco sospechosos o proclives a la desigualdad por razón del género, abunden ahí en tópicas imágenes sobre injustas desigualdades y diferencias de género? Porque, si no se trata del autor, del relato, de su ambiente, de su vida, del entorno y país (la Turquía de los años treinta y cuarenta), de la educación presumiblemente recibida o de tantas otras cosas que forman parte y condicionan nuestra existencia desde mucho antes de nacer: ¿De dónde surge el prejuicio torpe y tonto que nos hace decir o escribir normalmente que los hombres cabalgan en magníficos corceles alados a la luz de la luna y a la orilla de un hermoso lago, como el Van, mientras las mujeres, que al parecer han de ser (o es preferible que sean) doncellas, tienen el honroso honor de lavar la ropa, restregándola contra las rocas de la misma ribera? Y lo que es más preocupante, si invertimos los términos del fragmento, es decir, si en su lugar cabalgan amazonas mientras jóvenes adonis restriegan la ropa a la orilla del lago, el texto parece quedar ridículo, al igual que nos parece ridículo oír en la televisión al señor Spock, de la serie "Star Trek", hablando en Gallego o en Catalán, y no nos parece igualmente ridículo cuando habla en Castellano, en uno de esos sesgos nacionalistas que adoptamos respecto de las diversas lenguas que integran el acervo cultural de eso que llamamos España. Resulta ridícula, grotesca o absurda, lamentablemente, la comparación entre las mujeres caballistas y los hombres lavanderos.
A lo largo de la historia de la literatura pocos son los casos de autores, más o menos consagrados, que se identifiquen plenamente con posiciones favorables a la violencia contra las mujeres, como muy pocos son también los que se identifican mediante posiciones contrarias a tal fenómeno violento; en general, los autores no parecen tomar un partido extremadamente activo en pro o en contra de sus propios argumentos literarios y bien es verdad que aunque existen constantes barbaridades en textos por todos conocidos [7], por regla general no suele ser tal el problema que afecte a los autores clásicos. Más bien el asunto radica habitualmente en una suerte de silencio cómplice, en una tolerancia relativamente cobarde o conveniente a la hora de mostrar el problema de la violencia contra las mujeres. Ni siquiera cuando se trata de mostrar el diverso carácter de los hombres, en autores poco sospechosos de misoginia, se alcanza más allá de la mera descripción, y si se trata de mujeres escritoras quienes se acercan a tal descripción diversa, los hombres no parecen alcanzar más que una posición ridícula, torpe o, tan manipulable como voluble [8].
En la mayor parte de los casos el autor, según su época, reproduce las costumbres y comportamientos violentos contra las mujeres de forma aséptica, sin contaminarse, de la misma forma que reproduce los prejuicios, sin tomar partido muchas veces ante lo grave o injusto, bien porque no sabe que lo que narra sea más grave e injusto de lo que es, bien porque, sabiéndolo, ha decidido ignorarlo. No sabemos cuál de las dos posiciones es peor, pero lo cierto es, al final, que el autor reproduce los hechos violentos y las discriminaciones con toda crudeza, aunque no parece tomar partido ni por las acciones reprobables ni por su reprobación. Por ello nos quedaría una pregunta difícil y absurda en el aire, una pregunta con la que finalizar la actividad didáctica propuesta a los alumnos: ¿por qué colocó Sait Faik esa frase en ese texto?
En virtud de la respuesta que los alumnos den, habríamos de poder apuntar algunos datos sobre un posible origen de la dominación y de la violencia.  





[1] «Vos, hermano, idos a ser gobierno o ínsulo, y entonaos a vuestro gusto [49], que mi hija ni yo por el siglo [50] de mi madre que no nos hemos de mudar un paso de nuestra aldea: la mujer honrada, la pierna quebrada, y en casa; y la doncella honesta, el hacer algo es su fiesta [51
En frase de Teresa Panza a su esposo Sancho en el hermoso diálogo que mantienen y que confirma asimismo el que muchas veces es la propia mujer la conservadora y generadora de la desigualdad y violencia. Tomado el texto de:  http://cvc.cervantes.es/obref/quijote/edicion/parte2/cap05/default.htm, Centro Virtual Cervantes. 
[2] 1. Mientes, Ferrando, de quanto dicho has,
por el Campeador mucho valieƒtes mas.
Las tus mañas yo telas ƒabre contar:
Miémbrat quando lidiamos çerca Valençia la grand;
pediƒt las feridas primeras alCanpeador leal,
vist un moro, fúƒtel en ƒayar; antes fuxiƒte que alte alegaƒƒes.
Si yo non vujas, el moro te jugara mal;
passé por ti, con el moro me off de aiuntar,
delos primeros colpes of le de arrancar;
Did el cauallo, tonel do en paridad;
faƒta eƒte dia nolo deƒcubri a nadi;
Delant myo Çid e delante todos ovíƒte te de alabar
que mataras el moro e que fizieras barnax;
crouieron telo todos, mas non ƒaben la verdad.
e eres fermoƒo, mas mal varragán!
Lengua ƒin manos, cuemo osas fablar?
[3] MARÍA JESÚS RUIZ, Cultura popular y violencia de género”, en http://www.weblitoral.com/estudios/cultura-popular-y-violencia-de-genero 
[4] SAIT FAIK, en «Los últimos pájaros» el relato «No sé por qué actúo así». Ediciones del Oriente y del Mediterráneo, Madrid, 1992, pág. 22.  
[5] Usamos aquí el término “amazonas” en la tercera acepción del diccionario de MARÍA MOLINER, «Diccionario de uso del español», Ed. Gredos, Madrid 1998, 2ª Edición, 4ª reimpresión: 3 Mujer que monta a caballo.
[6] Un buen ejemplo de estos “roces”, siempre desde la ficción, lo encontramos en JOSÉ ORTEGA SPOTORNNO (en colaboración con MERCEDES BALLESTEROS), «Los amores de cinco minutos», Eds. El País-Aguilar, Madrid 1995.  
[7] Vbg.: «El Corbacho o Reprobación del amor mundano», del ARCIPRESTE DE TALAVERA
[8] Los personajes masculinos de la «Traición en la amistad» de MARÍA DE ZAYAS SOTOMAYOR son poco más que peleles en manos de los personajes femeninos que los utilizan, bien merecidamente; todo ello en virtud del criterio de la autora de la obra.